“Motín del hambre”, domingo 8 de junio de 1692, Ciudad de México:
“Después de un año de calamidades en que exceso de agua y plagas arruinaron las cosechas, la población enfrentaba la carestía de trigo y maíz, y luego también empezó a fallar el abastecimiento de carne. Conforme subían los precios el malestar se generalizaba; llovían las críticas sobre los funcionarios, a quienes no sólo se tachaba de imprevisores o incapaces sino de sospechosos de acaparamiento. Lo que había empezado a murmurarse se convirtió en voz pública, después del sermón que un franciscano predicó en catedral, en el que atribuyó las diligencias hechas por el virrey para traer granos a la ciudad a propósitos de lucrom personal. Ya nada de lo que dispuso el gobernante pudo frenar el descontento. A principios de junio empezó a ser notoria la falta de maíz en la alhóndiga. Conforme las filas de compradores se hacían más largas, éstos se volvían más impertinentes. La tarde del día 8, las clientas asiduas del pósito, indias tortilleras que surtían la ciudad vendiendo en la plaza y por las calles, se alborotaron de tal manera que los dos repartidores de grano, un mulato y un mestizo, trataron de contenerlas con azotes. En la zacapela una mujer resultó mal herida y muerta. Sus compañeras la recogieron y se fueron a quejar con el arzobispo. En el camino, se les unieron muchas otras. Los asistentes del prelado las despidieron, diciendo que solicitaran justicia al virrey. Éste no se encontraba en palacio y los guardias les impidieron el paso. Las que llevaban a la golpeada se retiraron a su barrio de Tepito, mientras una treintena de indios que habían acudido al oir el griterío, empezó a dar voces contra el virrey y el corregidor y a lanzar vivas al Santísimo Sacramento, a la Virgen, al rey y hasta al pulque. De los gritos pasaron a lanzar piedras contra puertas y ventanas. Los guardias salieron a rechazarlos, pero como a cada momento el número de atacantes se multiplicaba, tuvieron que replegarse y cerrar las puertas del palacio, no sin dejarcompañeros muertos en la retirada. Entonces, los agresores prendieron fuego a las puertas con los materiales combustibles que encontraron a montones en los puestos del mercado. Todos los que se sentían de algún modo agraviados por los poderosos: mulatos, mestizos, criollos y españoles pobres se unieron a los indios en la destrucción. Hacia las 6 de la tarde ardía la horca, las casas de Cabildo y los cajones de la plaza, que habían sido previamente saqueados. Como era de esperarse, también se prendió fuego a la alhóndiga. Es decir, se trataba de arrasar con los símbolos de la administración pública y del poder económico que habían lucrado a costa del infortunio popular. El incendio era espantoso y amenazaba y amenazaba con propagarse por toda la ciudad. El virrey, a quien sorprendió la asonada en el convento de San Francisco, no se atrevió a regresar a palacio. Por su parte, el arzobispo hizo un intento de salir a tratar de calmar a los rebeldes, pero la cantidad de piedras que caían de todas partes lo hizo retroceder. El tesorero de la catedral, en un alarde de osadía, salió a la plaza llevando en alto una custodia con el Santísimo, sólo escoltado por algunos clérigos y monaguillos, a tratar de detener a los incendiarios. Así logró que quienes le habían prendido fuego a la puerta principal del palacio del marqués del Valle, lo apagaran. Nadie se atrevió a agredirlo y muchos lo siguieron pidiendo misericordia. La presencia de un símbolo espiritual tan poderoso como la Eucaristía, en un momento de gran tensión emocional, consiguió que numerosos amotinados transformaran su ira en desahogo religioso. De los alaridos coléricos pasaron a las lágrimas penitentes. Ante los buenos resultados, otro sacerdote empezó a predicarles en náhuatl para que se retiraran a sus casas. Mientrastanto, los que andaban entretenidos en el saqueo comenzaron a disputarse el botín a cuchilladas. Conseguida cualquier ganancia emprendían la huida. Así, poco a poco, la plaza fue quedando libre de amotinados. A las nueve de la noche, el virrey envió un grupo de nobles de la ciudad para que reconociera los daños. Se sofocó el incendio y los muertos fueron sepultados en una fosa común en el cementerio de catedral.
Al amanecer del día siguiente, en los ennegrecidos muros de palacio se descuvrió un letrero que decía: “Este local se alquila para gallos de la tierra y gallinas de Castilla”. Sería el último alarde de los sediciosos, pues ese día empezó una severa represión. El virrey organizó milicias para el resguardo de la ciudad, se iniciaron las aprehensiones y se restituyó la horca, que de inmediato se puso a funcionar en la ejecución de quienes se hallaron culpables. El peor suplicio lo padeció un individuo calificado como “lobo amestizado”, a quien se acusó de haber quemado la horca, pues lo sentenciaron a ser quemado vivo bajo la que de nuevo se había instalado. Como escarmiento, las cabezas y manos de los ajusticiados se colgaron de las puertas de palacio y en postes junto a la horca.
Enseguida, se decretaron leyes rigurosas en prevención de otro motín, como que los indios no vivieran dentro de la traza, ni pudieran andar en la ciudad por la noche, ni se reunieran en grupos. Se limitó la venta de pulque, pues a la embriaguez se achacó la causa del tumulto.”
María del Carmen León Cázares, “A cielo abierto. La convivencia en plazas y calles”, pp. 38-42; en Historia de la vida cotidiana en México, vol. II (La ciudad barroca), Pilar Gonzalbo Aizpuru (ed), Fondo de Cultura Económica y Colegio de México, Ciudad de México, 2005
Filed under: el (d)efecto barroco