Sobre los jurados artísticos:
la conveniencia de publicitar sus deliberaciones
Por Jorge Luis Marzo y Mery Cuesta, 2007
Interesante e interesado (por nuestra parte) debate sobre la función del «jurado» en la concesión de premios, becas o programas de arte. Hace poco iniciamos un pequeño programa de radio que retransmite en directo jurados de artes plásticas. A raiz de su primera emisión, se han dicho cosas sugerentes sobre el papel de los jurados, un tema que, por una razón o por la misma, nunca está en el candelero.
Expresar tus opiniones profesionales en público, como miembro de un jurado, no es cosa fácil, es cierto. Se mezclan muchos factores para preferir mantener ocultas las deliberaciones de un jurado: por un lado, la esperanza de que no descubra nadie las paradojas naturales de uno mismo, o la posible timidez. Por el otro, el «prestigio», término ilusionista de por sí, tiene la virtud de definir aquel merecido respeto de la persona que lo posee, por su experiencia, trayectoria o posición. No queremos menospreciar algunas de esas cosas, pero ¿a qué se debe el prestigio, sino a la calidad y variedad de los argumentos expuestos y esgrimidos? ¿por qué, entonces, habrían de mantenerse ocultos?
Efectivamente, la publicitación de las deliberaciones tiene un problema. La «validez social» del jurado, cuando se hace pública su composición, y aún más, cuando se publicitan sus argumentos, puede contaminar innecesariamente a los receptores de los premios. Emitir en abierto los argumentos del jurado puede adquirir un protagonismo del que la obra no tiene porqué participar, al tiempo que puede hacer de la emisión, el espectáculo. Sí, pero quedarnos ahí sería hacerlo a medio camino.
Cuando el jurado es secreto, esto es, no se publicitan los nombres de sus miembros, el resultado es lo importante: el artista, la obra. Las personalidades y las decisiones de los miembros no intoxican, y la obra se lleva toda la atención. Pero esto es claramente un ejercicio de ilusión: la decisión del jurado es la razón misma de todo el proceso, no la obra premiada. En esto, hay que apartar el humo. La mayoría de las obras, proyectos, ya existen, se conocen, son visibles antes de llegar a las manos del jurado. No digamos de los artistas: dificilmente consigue alguien un premio siendo desconocido para el jurado. Es la decisión del jurado lo que se celebra y se pone en juego, tanto la eventual adhesión como el rechazo de los demás a sus decisiones. Que el jurado sea secreto no es más que una escenografia en la que interpretar el juego de los arcanos. Pero, ultimadamente, el proyecto u obra premiada acaba retratando al jurado, por lo que no se entiende el juego de ficciones: ¿por qué he «imaginar» las razones del jurado, cuando puedo saberlas de viva voz? ¿por qué las razones de un jurado se han de mantener ocultas? ¿por qué tengo que interpretarlas en la obra ganadora? y ¿con qué criterios debo interpretarlas si desconozco las razones del jurado?
Todas estas posiciones no hacen sino retratar el profundo perfil que el formalismo moderno ha dejado en la política cultural: la obra de arte, como obra en sí, pero también como espejo de lo que le confiere valor, ha de interpretarse sin el conocimiento previo de las razones que la crearon. No es que éstas no existan, sino que quedan reducidas a la intimidad de un círculo reducido, que, en el caso que nos ocupa, es un jurado secreto. Por el mero hecho de retransmitir las deliberaciones de un jurado no se acaba con ese relato artístico, ciertamente, pero sí ilustra otras posibilidades de hacer, que no se basan en la escenificación del prestigio y de la profesionalidad mediante el recurso a la oscuridad. Oscuridad, que perjudica a la fortaleza del debate en el sistema político cultural, y oscuridad que lleva a malentendidos.
Quien ha estado en un jurado, lo sabe: las sesiones de deliberación son, sobre todo, un encuentro entre unos cuantos profesionales que hablan y opinan, se contradicen, escarnecen o alaban. Simplemente, saliendo a fumar fuera, tomando café. Habitualmente no hay contubernios, como algunos quieren ver en todas partes. En todo caso, cuando los hay, nada mejor que la transparencia para evitarlos. Tampoco hay grandes revelaciones de folletín o sobre lo que se lleva hoy, como algunos desearían. Hay opiniones, cotorreos, argumentos más o menos sólidos, y, como en todo grupo elector, sumas y restas de votos, cambios de parecer, apuestas largas, etc.. Al fin y al cabo, uno quiere que salga lo que le gusta, o sobre lo que tiene interés (o intereses). Este también es un tema enjundioso: ¿debe un jurado votar lo que le gusta o guiarse por un criterio profesional apartado del gusto?; ¿cuántas veces un miembro de un jurado admite que no le gusta la obra de un artista, pero le da su confianza por la carrera en perspectiva del solicitante, por un sentimiento de justicia, o como apuesta a una obra de difícil salida o producción?
Al tiempo, el argumento de que los miembros del jurado se sienten intolerantemente cohibidos, que cambian sus formas de expresarse, que suavizan su discurso, que, en pocas palabras, se convierten en unos hipócritas, es absurdo. Ni los miembros de los jurados son chiquillos que se azoran ante un micrófono de ambiente, ni tampoco los que ya son hipócritas de por sí lo serán más por hacerlo público.
Los nombres de los miembros de los jurados, desde nuestro punto de vista, sólo deberían mantenerse en secreto, en todo caso, hasta que se cierre el plazo de entrega de solicitudes. La razón de ello es obvia: puede haber artistas que no se presentan a una convocatoria porque consideran que “no tendrán ninguna oportunidad” debido a la presencia de tal o cual jurado, supuestamente contrario a su línea de trabajo. Al mismo tiempo, de esta forma, tampoco los jurados pueden recibir “presiones” externas previas a las deliberaciones, como, a veces ocurre, aunque ello no evitará que determinados miembros puedan sugerir a amigæs artistas que se presenten porque “tendrán más oportunidad”. Esa supuesta “ventaja”, en todo caso, quedaría manifiesta si las deliberaciones fueran accesibles al público.
Otro argumento que se ha sumado a este debate es la aparente incomodidad de los artistas ante el hecho de que su obra sea discutida públicamente. En esta dirección, se ha sugerido que, por un lado, los solicitantes que no son seleccionados pueden sufrir el handicap de ver cómo unos expertos desaconsejan públicamente su elección, lo que puede repercutir negativamente en sus carreras. Por otro lado, se ha planteado también el hecho de que los artistas pueden acabar adaptando los proyectos en función de los códigos y planteamientos de los jurados, y dando pie a prácticas artísticas más basadas en estrategias que en conceptos propios.
Ambas tesis se basan en premisas contaminadas. En primer lugar, ¿por qué razón habría de ser normal que se airearan las deliberaciones “favorables” a una obra o a un artista y, en cambio, no lo sería en el caso de que fueran negativas? ¿cuál es el baremo que crea esta diferencia? ¿por qué mantener esta mentalidad paternalista en la gestión cultural? Es más, lo que aparentemente se juzga en un jurado cuyas deliberaciones son secretas es el “premio”, el ganador o ganadora de la convocatoria, cuando, en realidad, también (o especialmente) deberían juzgarse las razones aducidas por el jurado. Consecuentemente, los artistas no seleccionados no traducirían el debate público simplemente en términos de “crítica negativa” a su obra, sino que se apoyarían en una crítica a los propios argumentos del jurado, cosa que, por otra parte, ya ocurre de la manera más natural: ¿por qué, entonces, seguir con este confuso ejercicio de prestidigitación?
La segunda de estas tesis, la del peligro que se corre de convocar únicamente a artistas “profesionales del premio”, peca de ingenuidad, porque esa es ya la realidad actual. Cualquier artista o agente cultural que se presenta a una subvención o premio sabe perfectamente que, sobre todo, debe cumplir unos ciertos requisitos de presentación, sin los cuales lo tiene magro para conseguir algo. Desde la redacción de los conceptos y de los términos de producción hasta los presupuestos, todas las solicitudes están de alguna manera “vestidas” para conseguir determinados efectos en el jurado. No saber esto es no conocer la realidad artística. Sino, ¿por qué varios centros y entidades de producción y académicas ya dan en la actualidad cursos o seminarios acerca de cómo presentar una beca?
El temor de algunæs artistas a ver públicas las opiniones críticas de unos determinados profesionales del arte sobre sus obras sólo parece explicarse por un enquistado autismo, por una lastrada concepción de la práctica artística segmentada en sectores profesionales “estancos” (artistas, gestores, comisarios, críticos, prensa, público). Paralelamente, esto no es de extrañar, pues muchæs de ellæs todavía son incapaces o indiferentes a expresar o comunicar los significados de sus obras, derivando a los críticos el papel de definirlas. Este hermetismo crónico de muchos artistas tiene que ver con el modelo educativo que tenemos, sin ningún lugar a dudas, pero también con una visión “delegada” de la responsabilidad pública de los creadores, que utilizan el supuesto modelo de “estructuras estancas” (un jurado) como justificación de las arbitrariedades o como forma de engrasar estrategias de éxito: “no me han dado la beca porque no me entienden” versus “me han dado la beca porque la obra tiene unas cualidades positivas per se”. Si un hecho técnico define las convocatorias artísticas (tal y cómo está planteadas hoy en día, que también podrían modificarse, pero ese es ya otro tema) es que los artistas deben presentar sus proyectos bien estructurados, redactados y justificados. La publicidad de esos informes sólo haría que beneficiar al debate sobre las razones por las que una obra es seleccionada o no, diluyendo el pesado fardo que interesadamente se pone(n) sobre los hombros (de) los jurados.
El debate sobre la publicitación o no de las deliberaciones de un jurado se plantea muy interesante. Por un lado, nos habla de una serie de actitudes adquiridas o heredadas en el ámbito de la gestión pública que intentan responder a una supuesta normalización con respecto a otros ámbitos profesionales o técnicos. Y por el otro, nos encontramos con una política cultural que niega el acceso a las razones que la constituyen.
La publicitación de las razones de un jurado puede adquirir formas diversas: desde la elaboración de documentos públicos razonados en los que se exponen los argumentos de un jurado tras el fallo hasta la directa transmisión de las deliberaciones. En toda discusión existen grados diferentes de lectura, matices, paletas de grises. Pero, de lo que no tenemos duda, es que la exposición pública de los razonamientos de un jurado facilita que, al menos, la gente pueda juzgar las razones y motivos que guían la distribución de recursos económicos para el fomento de la creación artística, y valorar los beneficios y las inconveniencias del sistema.
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