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3 de febrero de 2008 • 10:51 AM 2
Carnaval y holocausto, o por qué la fiesta no debe ser política
Interesante historia esta, de la prohibición oficial dictada sobre una carroza en el Carnaval de Río, que representaba una alegoría del holocausto judío. Ver notícia en El País.
Los representantes de la comunidad judía de Río denunciaron la aparición de la carroza aduciendo «que el Holocausto fue un drama con seis millones de muertos que no puede mezclarse con los aires jocosos y de desenfreno de los carnavales». Una juez aceptó la petición y manifestó: «Un acontecimiento de tal magnitud no debe ser utilizado como herramienta de culto al odio, a cualquier forma de racismo, además de la clara banalización de los bárbaros e injustificados acontecimientos practicados contra las minorías y liderados por la execrable figura de Hitler”. La carroza alegórica fue destruida antes del desfile.
Lo que encuentro interesante de esta historia no es el tema en sí, el holocausto, hipersensible donde los haya, sino a la cuestión de la adecuación del «formato» narrativo a este tipo de temas. Por ejemplo, Osias Wurman, ex presidente de la Comunidad Israelí del Estado de Río, comentó que “el Holocausto debe ser enseñado en las escuelas educativas, nunca en las de samba”. Por el contrario, Paulo Barros, de la escuela de samba Viradouro, afirmó que la sentencia “es una clara manifestación de prejuicio. Para ellos el carnaval es sólo juerga y traseros al aire. Si se hubiese tratado de una ópera, una música o una pintura, lo hubiesen permitido”. María Augusta, creadora en una escuela de samba, apuntaba que «las escuelas de samba ya sirvieron para difundir temas muy importantes, como los héroes negros en los años 60. La libertad es fundamental en el arte”.
Lo que nos lleva a pensar sobre las interesadas relaciones que se establecen entre los formatos «festivos» de las muchas manifestaciones públicas latinoamericanas y su supuesta incapacidad para transmitir temas de calado social, político o histórico. De esta manera, la «fiesta» sería el medio natural de expresión popular siempre y cuando no tuviera contenido político, cuando en realidad, la aparencia festiva de esas expresiones no debería ocultarnos la voluntad de reflexión que muchas de ellas proponen. Creo que, si estiráramos esto un poco más, acabaríamos estudiando cómo las instituciones que «avalan la cultura popular» han construido el papel social de la fiesta como simple válvula de escape de una supuesta «gozosa identidad», más allá de concebirla como un altavoz de los intereses sociales y políticos de la gente.
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