No nos cansaremos de señalar el interés que muchos tienen de situar al pintor mallorquín Miquel Barceló en el icono por excelencia del arte contemporáneo español, a la luz de un discurso nacionalista que sitúa a los grandes genios en la estela de la «sana» tradición española por la cual sus artistas «rupturistas» son grandes, no por su vocación transgresora o visionaria, sino por saber abandonarla en aras a vertebrarse dentro de las «esencias propias de lo español».
El último caso es la exposición «Barceló antes de Barceló«, que se presenta en la Fundació Miró de Palma de Mallorca.
Dice la comisaria, María Hevia, que «el título no es gratuito: se ha escogido para hacer referencia de una forma clara «al Barceló de antes del reconocimiento, al artista antes de convertirse en un valor del mercado del arte y en mediático». Así pues, se trata de una exposición «iniciática o primigenia» que abarca «un periodo en el se concentran todos los temas que Barceló desarrollará a lo largo de su trayectoria. Es el embrión de su obra posterior», apunta Jaume Reus, el otro comisario.
La exposición, por tanto, se centra precisamente en el reconocimiento de la supuesta génesis «vanguardista» del artista para subrayar que en realidad, su apuesta más importante, es haber sabido abandonarla. Pues nadie con dos dedos de frente se cree de verdad que Barceló haya sido jamás un artista rupturista. ¿Se han preguntado alguna vez qué ha quedado de toda aquella batería de pintores de los 80? Nada, excepto Barceló, un mero salvavidas para toda una generación de galeristas y gestores culturales que lo apostaron todo por una de las más rancias experiencias artísticas que se recuerdan y que decidieron crear un barco bandera al que agarrarse y poder legitimarse.
Un detalle muy simpático -al que no se alude- es que el título de la exposición procede del libro de Alexandre Cirici Pellicer, «Picasso antes de Picasso», escrito en 1946, y en el que se intentaba recuperar la imagen de Picasso como artista clave de la vanguardia frente al icono conservador en el que su pintura se había convertido a finales de los años 40. La idea, pues, es establecer un puente directo entre Picasso y Barceló, en un ejercicio genealógico que sonroja de la risa que causa.
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