Un mañana fuimos a un instituto público de enseñanza secundaria de la ciudad de México (Salas Bonilla se llamaba, si mal no recuerdo) para ayudarla en la filmación de unas entrevistas con alumnos en el marco de un programa internacional de intercambio escolar. Coincidía que estábamos muy cerca del día de muertos, el primero de octubre. La escuela estaba adornada con toda la parafernalia típica en México para este acontecimiento tan señalado. Altares, máscaras, calaveras de azucar, dibujos o esqueletos de papiroflexia ocupaban las clases en lugar de las pizarras. Nos hicieron pasar a una gran aula en la que nos esperaba un grupo de alumnos, cuidadosamente seleccionados por la dirección y algunos profesores, que también estaban presentes.
Los estudiantes, de 13 años de edad, iban todos vestidos con uniforme escolar de color azul, con pantalones ellos, con falditas ellas, y con caras de estar a punto de pasar un examen. Les estrechamos las manos a todos los chavales, hicimos algunas bromas para romper el hielo y preparamos el equipo de video para hacer las entrevistas. La actitud del personal de la escuela era amable, pero acartonado y algo militar. Una jerarquía muy marcada entre profesores y alumnos se podía percibir en las maneras de todo el grupo; los alumnos siempre miraban de reojo a sus maestros tras responder a alguna cuestión o después de comentar alguna broma en busca de aprobación o permiso.
Elegimos al azar dos alumnas para que nos hablaran del día de muertos, de lo que pensaban ellas de la fiesta y de qué manera lo iban a celebrar. Cual no sería nuestra soberana sorpresa, cuando las dos chavas nos largaron este discurso. Hablaban de la muerte como quien habla de la tabla periódica de los elementos. Lo que aquí está transcrito es literal, se dijo de corrido, aunque con innumerables pausas (“este…”) y caras enrojecidas, las propias de quien intenta no olvidar nada de la lección aprendida de memoria. Les recuerdo que son alumnos de 13 años.
“Esta celebración conserva mucha de la influencia prehispánica del culto a los muertos. Las podemos encontrar en Tlahuac, Xochimilco y Mixquic, lugares muy cercanos a la ciudad de México. En el estado de Michoacán, las ceremonias más importantes son las de los indios purépechas. Estos indios están cerca del famoso lago de Pátzcuaro, especialmente en la isla de Janitzio. Igualmente importantes son las ceremonias que se celebran en poblados del istmo de Tehuantepec, Oaxaca y Puebla. Sobre sus altares, acostumbran a encender velas de cera y queman incienso sobre braserillos de barro cocido. También ponen imágenes cristianas, especialmente de la Virgen de Guadalupe, así como retratos de sus seres fallecidos. También sobre platos de barro cocido colocan sus alimentos. Pueden haber bebidas embriagantes, jugos de frutas, galletas, pan de muerto con azucar roja que simula la sangre, frutas de horno y dulces hechos con calabaza.
En el México contemporáneo tenemos un sentimiento especial ante el fenómeno natural que es la muerte y el miedo que nos causa. La muerte es como un espejo que refleja la forma en que hemos vivido y nuestro arrepentimiento. Cuando la muerte llega, nos ilumina la vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco la vida lo tuvo. También se dice que “dime cómo mueres y te diré cómo eres.” El sacrificio de la muerte, el acto de morir, es el acceder al proceso creador que da la vida. El cuerpo muere y el espíritu es entregado a Dios, los dioses, como deuda contraida por habernos dado la vida. Es un hecho que la muerte existe, pero nadie piensa en su propia muerte. En las culturas contemporáneas la muerte es una palabra que no se pronuncia. Los mexicanos tampoco pensamos en nuestra propia muerte pero no le tenemos miedo porque la fe religiosa nos da la fuerza para reconocerla y porque quizás también somos un poco indiferentes a la vida y supongo que es así como nos justificamos. La muerte se vuelve jocosa e irónica. La llamamos la calaca, la flaca, huesuda, dentona, la parca. Al hecho de morir le damos definiciones como “estirar la pata”, “pelarse” o “petatearse”. Estas expresiones nos permiten jugar y hacer refranes y versos. Estos juegos se constituyen de calacas de azucar, títeres de esqueletos, esqueletos coloridos, piñatas de esqueletos y de dibujos, caricaturas e historietas.”
No cabe decir que nuestras caras eran de perfecto asombro. La filmación se hizo sin trípode, pero el enmarcado de la imagen quedó inmóvil sólo por nuestro simple anonadamiento. ¿Cómo se puede hablar así de la muerte a esa edad? ¿qué se les enseña en clase? Tratándose de una escuela pública en un estado oficialmente laico como el mexicano, ¿qué clase de argumentos son esos? Nuestra experiencia en esa escuela nos dejó reflexionando varios días.
El mismo experimento fue desarrollado por mi novia en su propio instituto de secundaria, en el pueblo tarragonés de El Perelló, un par de meses después. Las alumnas -la mayoría eran chicas-, ante la pregunta sobre la muerte, respondieron: “Ay, no sé, qué mal rollo ¿no?”
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